HERNANDO GARRIDO, JOSÉ LUIS
Certificar la falsedad de piezas artísticas precisa de una viajada cultura visual, una enorme pericia técnica, un exacerbado desarrollo del gusto ?imposible de situar entre la punta de la lengua y el velo del paladar? y una labia descomunal.
Las valoraciones más eruditas pueden haberse realizado de buena fe, pero siempre nos quedará la duda. ¿Nos estarán dando gato por liebre? La sal y las especias pueden modificar la opinión del comensal sobre la calidad de un guiso, igual que el mercado del arte y las críticas especializadas reconducir las certezas y motivar el convencimiento sobre la antigüedad, la calidad o la autoría de una obra. También influyen los hábitos, las modas, la presentación y la fuente emisora ?que no vale igual la opinión de fulano que la de mengano, despreciando a perengano y zutano? según el interés que pongamos en el relumbrón del interlocutor, la conveniencia del medro, la posibilidad de dejarse embaucar o de salir por patas si las cosas vienen mal dadas y conviene volverse amnésico.
Las imposturas artísticas resultan documentos extraordinarios que dicen mucho del porqué, el cuándo, el cómo y el cuánto de nuestras sociedades pasadas y presentes. Su análisis requiere mucha cautela pero su capacidad informativa es providencial. Filólogos y arqueólogos tienen bien claro que una pieza falsaria puede dar mucho juego, no hay por qué demonizarla; a los historiadores del arte nos ha costado más, seguramente porque cultivamos una disciplina no del todo codificada y mucho más sujeta a los vaivenes del mercado y el figureo. Afortunadamente empezamos a vislumbrar las posibilidades de la falsificación como una manifestación más de la historia de las culturas, y, como tal, digna de todos los respetos; más allá de los olfatos, habilidades y autocomplacencias anticuarias.